El problema más grande que tenemos los
argentinos es que pensamos que somos mejores que el resto. Permítanme desarrollar un poco esta idea: no es que pensamos que cada uno de nosotros es superior a los
demás. Simplemente contamos con la suerte (y desgracia) de tener figuras internacionales influyentes y exitosas, y nosotros nos asimilamos a ellas, nos transformamos en ellas y nos
adueñamos de su éxito.
Maradona es uno de los últimos ejemplos de
vida que le quiero enseñar a mis hijos (cuando los tenga). Antes de enseñar ejemplos de personalidades que fueron arrastrados por la marea, prefiero dar
ejemplos de personas que siempre se mantuvieron fieles a sus valores, personas que no dejaron que nadie tome decisiones en su nombre y que, si se equivocaron,
trataron de aprender algo de la peripecia.
Recientemente tuvimos una grata noticia: el nuevo Papa es argentino. La figura católica más importante del mundo, argentina. Ahora
sí, nuestra soberbia pisa sin escrúpulos a lo que nos quedaba de humildad, y
nos dan ganas de gritar al viento dónde nacimos.
Debemos estar orgulloso de nuestro país, por
supuesto. Pero más orgullosos vamos a estar cuando quien que necesite un
médico lo tenga a mano sin hacer horas de cola en un hospital. Cuando un chico
pueda comer, estudiar, estudiar más, recibirse y encontrar un trabajo digno y bien pago. Vamos a estar orgullosos desde nuestras entrañas mismas cuando podamos salir a la calle sin miedo.
Nos propongo a los argentinos dos cosas.
Primero, no confundamos celebridad con éxito y, segundo, no abracemos los triunfos ajenos para intentar demostrarlos como propios.
El camino al éxito no es otro que el de la
solidaridad, la humanidad, la inteligencia. No busquemos alcanzar la cima del
mundo tironeando las cuerdas de quienes ya se encuentran allí. Estudiemos,
pensemos, trabajemos duro, y los caminos nos llevarán a donde querremos estar.
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